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Tras un vuelo desde Pokhara, aterrizamos en Jomsom, en el valle del río Kali Gandaki. Es la puerta de entrada al “reino prohibido” de Mustang, Nepal, a cuyas alturas no estaba permitido el acceso a extranjeros hasta hace relativamente poco. Fue en 1992 que estas montañas cubiertas de pinos y profundas gargantas que hemos sobrevolado de camino hasta aquí abrieron sus puertas a las visitas.
Las diminutas aldeas de tejados rojos esparcidas por el paisaje dan paso a un macizo montañoso de proporciones monumentales: el Annapurna, parte de un área de conservación en la que se encuentran algunas de las cumbres más altas del Himalaya. La región de Mustang se encuentra al cobijo de este y otro gran macizo, el Dhaulagiri, y el paisaje beige y gris es el típico de un desierto montañoso: vacío, austero, rocoso y erosionado por los fuertes vientos.
En la garganta del Kali Gandaki, que mana al norte, cerca de la frontera con Tíbet, y alcanza el enorme río Ganges, en India, las aguas tienen un peculiar brillo negro, fruto de las partículas de roca erosionada que flotan en ellas. Aunque el valle es descomunal, tanto este con las altísimas montañas quedan eclipsados por los tres imponentes picos del Nilgiri Himal, el mayor de los cuales alcanza más de 7.000 metros de altura. Parecen lejanos y cercanos a la vez, gigantes cerniéndose sobre sus alrededores con sus cumbres nevadas.
Un río negro, montañas en tonos pardos hasta donde alcanza la vista, nubes blancas y ligeras que parecen plumeros acariciando sus laderas escarpadas y una cumbre que asciende hacia los cielos: es como entrar en otro plano de existencia, uno en el que el ser humano no es más que un añadido, una mota de polvo en la inmensidad. Mustang es una tierra de secretos y cuna de cultura pese a su escasa población. Debido a su aislamiento durante milenios, inevitable teniendo en cuenta los picos colosales que la rodean, siempre ha sido una región muy anclada en su pasado.
En el siglo XIV fue un reino independiente llamado Lo, que gobernaba el afamado rey Ame Pal. Durante el siglo XVIII, fue asimilado por Nepal, aunque conservó parte de su independencia y se convirtió en un baluarte de la cultura tibetana. Siempre ha sido una región de población escasa, y aún hoy viven en ella menos de 15.000 personas. Pero también ha tenido una fascinante historia de viajeros avezados, ya que fue parte de una importante ruta de comercio a través del Himalaya, que seguía el Kali Gandaki entre Tíbet, Nepal e India.
Hoy, buena parte del comercio histórico que se llevaba a cabo mediante estas rutas, que sobre todo consistía en carnes secas, lana y sal, ha quedado obsoleto debido a los avances tecnológicos. Pero Mustang, con su energía meditativa y casi mística, sigue muy conectada con su pasado, y los cambios en esta región ocurren muy poco a poco. Dejó de ser una monarquía oficialmente en 2008, y su último rey, Jigme Dorje Palbar Bista, murió en 2016.
Una casa mágica en Mustang, Nepal
El turismo en las zonas altas de Mustang se controla de forma muy estricta mediante un sistema de permisos. Pero la reciente llegada de Shinta Mani Mustang a la parte baja de la región ha traído una oportunidad única para establecer una base de operaciones desde la que explorar estos paisajes.
Esta encantadora propiedad de 29 habitaciones abrió en agosto del año pasado en Jomsom. La remodelación de la estructura alargada de dos plantas que en su día creó el arquitecto nepalí Prabal Thapa ha sido obra del aclamado paisajista y arquitecto Bill Bensley, que ha incorporado su estilo pionero a un edificio de piedra y madera ubicado discretamente en una ladera junto al pueblo. Además del huerto de árboles frutales que se extiende junto al hotel, con más de 2.000 manzanos y albaricoqueros, todas las habitaciones tienen unos enormes ventanales que dan a las montañas Nilgiri, con unas vistas etéreas de las tres cumbres rodeadas de nubes y cubiertas de nieve.
Desde aquí, desde una habitación decorada con una alfombra tibetana gigante y estudios del paisaje del pintor Robert Powell, despertándonos cada mañana con esta maravilla natural, exploraremos la zona, recorriendo las rutas de senderismo que llevan a los pueblos y monasterios cercanos para después volver a contemplar las estrellas desde la terraza de Shinta Mani. La artesanía local y la sostenibilidad forman parte del alma de esta propiedad, cuyo nombre significa “buen corazón” en tibetano. Los días transcurren aquí en un delicado equilibrio entre socializar y reflexionar en soledad, puntuados por la excelente comida tibetana emplatada con mimo y acompañada de prosecco. Es como estar en la combinación perfecta entre un jardín de recreo y una universidad, un observatorio que a la vez es un estudio de diseño.
Ong Chandrahas, el valle del viento, nos da la bienvenida con la corriente de aire que cruza la garganta del río desde el momento en el que el sol de la mañana caliente el aire hasta que se pone al atardecer. Bajar por la empinada cuesta contra el viento se hace trabajoso, y más de un viajero incauto ha perdido el sombrero, pero todo el paisaje parece cobrar vida al son del viento mientras se enreda en las banderas de oración que hay colgadas por doquier.
El trabajo que el viento ha obrado en estos paisajes es mucho más profundo: las paredes de la garganta tienen formaciones fascinantes que contrastan con las líneas horizontales de las montañas, unas columnas con forma de flauta que se interpretan, según me cuentan, como una representación del pulmón, de la energía que fluye por nuestro sistema. Aquí se presta mucha atención a las correspondencias que hay entre el mundo en el que vivimos y el mundo que es nuestro propio cuerpo.
De pueblo en pueblo
Desde el poblado de Thini, se ve el Shinta Mani en la orilla opuesta: pese a sus imponentes interiores, desde aquí parece una casa de muñecas contra las majestuosas montañas. Los pequeños toques de color, que la civilización humana ha conseguido mantener con tanto esfuerzo, destacan sobre la roca desnuda: parcelitas de trigo sarraceno con sus delicadas flores rosadas que se mecen con el viento, ramas cargadas de manzanas rojas contra el azul del cielo, una escalera tallada en madera contra un muro de piedra apilada y el blanco de las fachadas encaladas típicas de los thakali.
Este grupo etnolingüístico es uno de los más numerosos y prósperos de Mustang. A él pertenece Abhishek, un joven cosmopolita que estudió gestión hotelera en Katmandú y ahora ha vuelto al hogar en el que creció. Nos enseña la casa familiar: un edificio de dos pisos de piedra gris parcialmente encalado y articulado en torno a un patio central, con columnas y vigas de madera. Una escalera nos lleva a la azotea descubierta, donde hay una habitación con una pared entera de cristal. “Aquí es donde nos reunimos todos en invierno”, nos cuenta con sus claras ganas de compartir todo su mundo con cualquiera que se interese.
La casa tiene varios subniveles, rincones y escaleras, y en ella no solo habitan varias generaciones de esta familia, sino también sus animales. Una de las puertas da a un pequeño cercado en el que cuatro ovejas nos miran con cierta sorpresa.
Todas las casas del pueblo tienen un detalle en común, detalle que, de hecho, comparten todas las casas de Mustang: los pequeños troncos de enebro apilados sobre el tejado. Son las reservas de leña para el invierno, pero también un indicador de estatus: cuanto más alta sea la pila, más próspera es la familia.
Pese a estas similitudes, a las casitas de tierra apisonada y piedra, al aroma a incienso de enebro de las gompas y a los bosques de albaricoqueros y campos de trigo sarraceno que se extienden por todo Mustang, cada pueblo de las zonas bajas es un mundo aparte. Su historia y su ambiente son únicos, desde el amplio poblado de Zhong, que se encuentra en un valle con vistas panorámicas de los alrededores, hasta Lubra, una diminuta aldea junto al río rodeada de escarpadas paredes rocosas, pasando por Kagbeni, donde se encuentra un monasterio fortificado fundado en el siglo XV por el erudito Tenpai Gyaltsen.
El pueblo más grande, y el más animado, de la zona, debido quizás a su cercanía y facilidad de acceso desde la carretera y a su actitud mucho más positiva hacia los extranjeros, es Marpha, que se encuentra justo al lado de Jomsom, siguiendo el río hacia el sur. Resguardado del viento por la ladera de una montaña y rodeado de manzanos que dan fruta de excelente calidad, el pueblo de callejuelas empedradas es un hervidero de actividad. En comparación con los remotos pueblitos de montaña de la zona, sus 1.600 habitantes lo convierten prácticamente en una metrópolis, y sus teterías y tiendas están llenas de vecinos y visitantes por igual.
Aquí es donde se ve más claramente el espíritu emprendedor de los thakalis, aunque el orden social que se aprecia es muy específico e hiperlocalizado. “Somos thakalis, sí, pero lo más importante es que somos thakalis de Marpha”, explica Kamala Lalchan, la dueña de la tetería Apple Paradise, que no solo lleva una cooperativa local para mujeres y una granja, sino que también es una figura política notable. Nada de esto le impide abrir su negocio a las 6 de la mañana cada día.
En su cocina abierta se elaboran comidas tradicionales thakalis, como el dhal y el pollo al curry con arroz, la col salteada o la crema de calabaza. Kamala nos sirve un plato casi del tamaño de los enormes tambores tradicionales de las gompas adornado con condimentos coloridos: chutney de tomate con un toque de timur, una especia similar a la pimienta, tiras de zanahoria y rábano con guindilla y albaricoque encurtido. El aroma de la mermelada de manzana que está haciendo a fuego lento inunda la estancia.
“En Marpha hay cuatro clanes de thakalis. Están los Hirachan, los Lalchan, los Pannachan y los Jwarchan”, nos cuenta. “Los Pannachan y los Jwarchan son pocos, así que no suelen casarse entre ellos, pero con los Hirachan y los Lalchan no hay problema”. Ella misma pertenece a los Lalchan, y nos cuenta también cómo ha observado los cambios culturales de los últimos años. “La gente joven del pueblo empieza a preferir casarse con gente que no es de Marpha, sino de Thini o de Jomsom o Tukuche”, explica. Jomsom queda a unos pocos kilómetros de allí, pero las distancias tienen un significado diferente en Mustang.
Como ocurre en otras regiones del Himalaya, la historia de Mustang es una de penurias físicas y de asombrosa dedicación espiritual. Las montañas son el símbolo físico de lo primero, los monasterios de lo segundo. Las personas que lograron domar estas tierras tan elevadas lo hicieron alcanzando primero un control absoluto sobre sus propios cuerpos mediante el rezo y la meditación, accediendo a un plano casi sobrehumano de consciencia y poder. Sus nombres aún resuenan en estas tierras, y sus hazañas y descubrimientos conforman una tradición espiritual e intelectual muy concreta que habla de cuerpo y mente, de deseo y de liberación, una tradición que se tarda toda una vida en asimilar.
A tres horas de caminata desde Jomsom se encuentra Lubra, una diminuta aldea junto al Panda Khola, afluente del Kali Gandaki, que tiene un ambiente radicalmente distinto, mucho más salvaje y rústico. Sobre una ladera que asciende hacia un monasterio y una fortaleza, son solo 15 las casas que componen este pueblo, el último lugar de Nepal en el que viven seguidores del bon, una religión tibetana anterior al budismo.
Nos cruzamos con varios vecinos vadeando el río cargados con comida a la espalda. Esta es la única forma de transportar productos hasta Lubra durante el monzón. Nuestro guía, el sherpa Gyaljen, experto en senderismo por el Himalaya, nos señala unas cavidades en las paredes escarpadas de la orilla opuesta, que parecen marcas de dientes sobre la roca. Nos cuenta que hay oquedades similares en varios lugares de Mustang, misteriosas “cuevas del cielo” que parecen haber servido como lugar de enterramiento, cámaras de meditación y lugares de refugio durante guerras.
“‘Lu’ significa ‘serpiente’, ‘brak’ significa ‘precipicio’, y esto es el precipicio del rey serpiente”, explica Gyaljen, señalando unas peculiares formas en la roca frente al pueblo que parecen una piel de serpiente. “Este asentamiento se estableció en el siglo XII con la llegada del lama tibetano Tashi Gyaltsen, que se dice que llegó a este lugar en uno de sus viajes y dominó a la malvada serpiente que lo gobernaba”. En los mandalas tradicionales que adornan la mayoría de gompas, la serpiente también representa la ira, esa pasión que distorsiona nuestros sentidos y que debemos amansar para poder comprender la verdadera naturaleza de lo que nos rodea.
También se dice de Tashi Gyaltsen que plantó el nogal de 800 años que hoy guarda la entrada al pueblo con su tronco nudoso y su copa amplia, y que estableció un monasterio en la colina porque le parecía que el lugar invitaba a la meditación. Es un lugar apacible, algo más apartado del barranco y rodeado de albaricoqueros e hibisco rosa. Grabada en una piedra en el exterior hay una esvástica orientada hacia la izquierda, el símbolo sagrado del bon, distinguible de la esvástica budista tibetana porque esta última va orientada hacia la derecha. Por dentro, las paredes lucen colores intensos y frescos de leyendas budistas, entre ellas las aventuras del mismo Tashi Gyaltsen. Las imágenes muestran demonios y serpientes de fauces y garras malévolas, proyectando las fuerzas oscuras que amenazan con sepultar a la humanidad a menos que esta elija liberarse de sus ataduras espirituales. Junto al altar de la estatua de Buda hay una roca en la que aún se aprecia una huella del lama y, tres él, una pequeña cueva en la que solía refugiarse a meditar. El bon sostiene que todo tiene alma: los árboles, las piedras, incluso los lugares. Y este lugar, en el que es fácil pasar horas con los ojos cerrados sin hacer nada más, parece dar fe de ello.
Esa misma tarde, tenemos oportunidad de hablar con una verdadera leyenda viviente. Tsewang Gyurme Gurung es el undécimo de una larga línea de amchis, sanadores tradicionales tibetanos, que han atendido a los habitantes de Jomsom y sus alrededores desde tiempos inmemoriales. Ahora él lleva el centro de bienestar de Shinta Mani. Palpando el pulso de ambas muñecas con tres dedos para escuchar lo que tiene que decir el cuerpo, es capaz de sacar un diagnóstico bastante completo, en el que se basa para un masaje de una hora, seguido de una recomendación de caminar sobre cantos rodados durante 15 minutos al día siguiente.
También habla de la parte más sutil de nuestro cuerpo físico, de la idea de que somos en nosotros mismos una combinación de tierra, aire, fuego, agua y espacio, que interactúan entre sí de la misma forma que lo hacen en la naturaleza. Los grandes yoguis, nos cuenta, saben emplear poderes fascinantes, como el tummo, una técnica de respiración que permite generar calor corporal en climas muy fríos.
“Aquí tenemos un dicho: en la montaña, camina como el yak, sin prisa pero sin pausa”. Este excelente consejo nos viene de Sagrit Ranabhat, el guía de Shinta Mani Mustang. Con sus 31 años, parece un sabio bohemio de pelo largo y carácter desenfadado. Tras 90 minutos de ascenso por un camino sinuoso hacia el lago Chhema, el lago del perdón, el corazón y las piernas acusan el esfuerzo. Es el equivalente a subir unos 150 pisos. Pero, en lo alto, a más de 3.800 metros sobre el nivel del mar, esta laguna natural con el Nilgiri de fondo roba el aliento aún más que el camino hasta ella.
No vemos a nadie más en el camino aparte de los integrantes de nuestro grupo de cuatro, insignificantes como caracoles trepando por el muro de un jardín. Sobre nuestras cabezas se destacan las cumbres heladas, radiantes con la luz de mediodía, y las escarpadas laderas en las que brillan las cascadas a lo lejos. El Nilgiri irradia una quietud asombrosa, como una visión del tiempo a escala geológica. Lleva existiendo desde mucho antes que el ser humano, y fue la fuerza del choque entre placas tectónicas lo que elevó sus riscos hasta las alturas. Su apariencia cambia constantemente, desde la forma en que surge de la oscuridad al amanecer hasta la luz perlada que refleja cuando se pone el sol, pero su esencia permanece inmutable.
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A lo lejos, se oye un rumor que parece surgir de las entrañas de la tierra. El sonido de una avalancha. Tras pasar unos días en Mustang, no cuesta entender por qué los hinduistas y los budistas siempre han creído que los dioses reinan en estas tierras, que las propias montañas son divinas. El Himalaya no solo es la cumbre del mundo, también sus raíces, el origen de tantos ríos que sustentan a millones de personas en Asia. Si algo cambia aquí, cambia en todas partes. Darse cuenta de esto ya hace que haya merecido la pena todo el viaje.
Habitaciones dobles en Shinta Mani Mustang por unos 1.700€ la noche (estancia mínima de cinco noches). El precio incluye todas las comidas y bebidas, excursiones, guía privados, tratamientos de spa y transfers desde y hasta Jomsom.
Este artículo se publicó en diciembre de 2023 en Condé Nast Traveller UK.